El pasado 6 de septiembre, los vinculados al mundo de la insolvencia nos desayunábamos el BOE que publicaba la Ley 16/2022 de reforma del texto refundido de la Ley Concursal. Esta reforma, que entró en vigor el pasado 26 de septiembre, transpone la Directiva Europea 019/1023 “sobre marcos de reestructuración preventiva, exoneración de deudas e inhabilitaciones, y sobre medidas para aumentar la eficiencia de los procedimientos de reestructuración” y ha dado lugar a la adaptación de la legislación de distintos Estados miembros, y supone una profunda revisión de nuestro sistema de insolvencia, regulando, entre otros aspectos, los mecanismos de reestructuración temprana en aras de evitar, en la medida de lo posible, que las empresas se vean destinadas a una situación concursal que, según revelan todas las estadísticas aboca al deudor en una abrumadora mayoría de casos a la liquidación.
Por ello, la reforma enfrenta una de las principales limitaciones del sistema de insolvencia español y refuerza los instrumentos preconcursales, que quedan agrupados en la figura de los planes de reestructuración mediante una modificación profunda del actual Libro II del texto refundido. Salimos, pues, de poner el foco de la insolvencia en el preconcurso y en el propio concurso para centrarnos en las situaciones de reestructuración, todo ello con el fin de facilitar la reestructuración de empresas viables y la liquidación rápida y ordenada de las que no lo son.
Los llamados planes de reestructuración sustituyen a los acuerdos de refinanciación y a los acuerdos extrajudiciales de pagos y se configuran como una herramienta más ágil, flexible y con un ámbito de aplicación más amplio, según se procede a analizar:
Como punto de partida, los planes de reestructuración posibilitan que la misma se lleve a cabo en un estadio más temprano que en la legislación anterior, incluyendo en su presupuesto objetivo la “probabilidad de insolvencia”, además de la insolvencia inminente o la insolvencia actual. Así, la propia ley aclara que se considera que existe probabilidad de insolvencia cuando sea objetivamente previsible que, de no alcanzarse un plan de reestructuración, el deudor no pueda cumplir regularmente sus obligaciones que venzan en los próximos dos años.
Con dichos presupuestos, es responsabilidad del deudor realizar la comunicación de inicio de negociaciones para alcanzar un plan de reestructuración; comunicación a la que le es ahora exigible un contenido más detallado, y que le otorga un plazo de protección de tres meses, prorrogable por otros tres más cumpliéndose ciertos requisitos.
En cuanto al contenido, los nuevos planes de reestructuración tienen un mayor alcance que los acuerdos de refinanciación que teníamos con la anterior legislación. Si bien antes estaban pensados, principalmente, para solventar dificultades con entidades de crédito, su trascendencia actual permite ir mucho más lejos que una mera refinanciación, incluyendo medidas relacionadas con el activo, pasivo, fondos propios del deudor, medidas sobre transmisión de activos, unidades productivas o de la totalidad de la empresa en funcionamiento, daciones en pago, capitalizaciones de deuda, así como medidas de reestructuración operativas.
Además, sus efectos podrán extenderse a los acreedores disidentes titulares de créditos de cualquier naturaleza, incluyendo, no sólo a los financieros, sino también al pasivo comercial o, incluso, a los socios, con la única excepción de los créditos laborales, los alimenticios y los extracontractuales. Los créditos de derecho público podrán verse afectados pero —¡oh, sorpresa!— con escasas limitaciones.
Para la aprobación del plan de reestructuración los acreedores deben agruparse previamente por clases, en atención a un interés común que responda a criterios objetivos y suficientemente justificados. Las clases, en principio, se basan en el rango concursal, aunque pueden establecerse diferencias objetivas entre ellas. Así, el plan se considerará aprobado por cada clase de créditos cuando voten a favor más de los 2/3 del importe del pasivo correspondiente a cada clase, salvo para aquella de los acreedores con garantía real, a quienes se exige el voto favorable del 75 por ciento.
Bajo ciertas condiciones la ley permite la homologación del plan de reestructuración, introduciéndose la posibilidad de que, aunque no haya sido aprobado por todas las clases de acreedores, arrastre, no solo a acreedores disidentes dentro de una clase que haya votado a favor, sino también a clases enteras de acreedores disidentes, dotándose al procedimiento de mucha flexibilidad. Este mecanismo de arrastre, que, sin duda, dará lugar a incontables impugnaciones, es una de las novedades más interesantes introducidas en la reforma, que dota al procedimiento de una enorme elasticidad.
Así mismo, la reforma introduce la figura del “experto en reestructuraciones”, agente de nueva cuña en el panorama concursal, obligatoria en determinados supuestos fuera de los cuales solo es necesario salvo cuando el deudor o una mayoría de acreedores lo solicite. Dicho experto mediará en las negociaciones y en la elaboración del plan de reestructuración y elaborará un informe sobre el valor en funcionamiento de la empresa cuando el plan no haya sido aprobado por todas las clases de acreedores o por los socios, en caso de ser necesario. Este experto deberá reunir conocimientos tanto de índole jurídico como financiero y empresarial, debiendo, además, tener experiencia en reestructuraciones o cumplir con los requisitos previstos para ser administrador concursal.
Finalmente, la ley establece algunas especialidades a este mecanismo preconcursal para las personas naturales y jurídicas que no alcancen ciertos umbrales. Asimismo, es importante destacar que quedan, igualmente, fuera de esta medida las llamadas microempresas, para quienes se crea un procedimiento especial de insolvencia único que entrará en vigor el 1 de enero de 2023, caracterizado por una simplificación procesal máxima.
Así las cosas, resulta evidente que esta última reforma concursal supone un cambio de paradigma en nuestro sistema de insolvencia. Además de reducir la intervención de la autoridad judicial, permite que se abran procesos de reestructuración hasta dos años antes de que se produzcan hechos ya irreversibles, dotando al deudor de instrumentos con los que antes solo se contaba en concurso, favoreciendo, así, que en un escenario de detección temprana se evite la pérdida de valor empresarial y la declaración del concurso de acreedores. Para que esto sea posible hará falta, necesariamente, el asesoramiento de profesionales altamente cualificados, con gran capacidad de innovación y visión estratégica.